A un pueblecito apartado
y del cual no diré el nombre,
a la hora en que se esconde
el sol de mayo a dormir;
llegó, para allí vivir,
Que era poeta y señor,
pronto quedó demostrado;
y, en aquel pueblo olvidado,
su inspiración floreció;
y, a todos él cautivó;
y, por todos era honrado.
de tragedia y de dolor;
cuando en desdichado amor,
una muchacha inocente
se enamora locamente,
de aquel joven soñador.
La más linda florecilla,
que hubieran visto sus ojos;
en su piel hubo el sonrojo,
de la doncella castiza;
se cruzaron sus antojos.
Desde entonces, la pasión
los envolvió en torbellino;
fiel creyente en el destino,
pensaba que era tan bella,
que el casamiento con ella,
era del cielo el camino.
Y, la boda se fijó;
y, con afán infinito,
y, con afán infinito,
los del pueblo prepararon;
todos lo consideraron,
un matrimonio bendito.
Y, allí estaba en el altar;
recio, gallardo, contento;
y, a su lado, el universo
se iluminaba con ella;
la más rutilante estrella,
de todito el firmamento.
Los dos, vestidos de blanco,
en la alfombra se arrodillan;
los corazones suspiran,
cuando él la mira a los ojos
y un inocente sonrojo,
arrebola sus mejillas.
El sacerdote aparece,
iniciando su ritual;
se dirige hacia el altar,
se persigna levemente
y se vuelve hacia la gente;
Y, en ese instante preciso,
proveniente de un anciano;
se oye un grito sobrehumano,
“la boda no puede ser,
es pecado ese querer;
hija mía, él es tu hermano”.
con angustia hacia el anciano;
y, al pecho llevó su mano,
como por un rayo herida;
y se le escapó la vida,
en los brazos del hermano.
Y, aquel galán soñador,
con la razón desquiciada,
por el dolor más profundo;
ignorando a todo el mundo,
se inmoló, junto a su amada.
El anciano, entre sollozos,
con el alma estremecida,
también entregó su vida;
pues, el viejo corazón,
no resistió la emoción
tanto tiempo contenida.
Todo aquel pueblo lloró,
el desenlace fatal;
y, así comenzó un ritual,
de aquella gente sencilla;
una tumba en la capilla
y, cada año, un funeral.
Y desde entonces, allí,
si un enlace es celebrado,
todo el pueblo emocionado,
se arrodilla con fervor;
a pedir al cielo, por
los hijos abandonados.
Jesús Núñez León
Jesús Núñez León
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