Cuando el mundo hizo Dios, con su poder;
y, a los animales de la tierra creó,
dispuso que, hermanos, todos debían ser;
y, a cada uno, un nombre y un color les dio.
Pero, por olvido, quedó un pajarito
y, aunque tenía un nombre, el cardenalito,
todos despreciaban su pluma incolora.
Pasaron los siglos, y aquel pajarito
vivía añorando tener un color;
de nada valía su canto bonito,
si no lo admiraban, como al ruiseñor.
Y, siempre solito, viviendo alejado,
llegóse a Judea, un viernes temprano;
y, vio al Nazareno, ya crucificado;
espina en las sienes y un clavo en las manos.
Y, el dolor de Cristo al ave dolió;
y, rauda, a su hombro confiada llegó;
una negra espina, de su sien sacó;
y, muy dulcemente, Jesús le miró.
Y la roja sangre, que de allí brotó,
le cayó en el pecho y se lo manchó;
la pluma, incolora, roja se volvió;
y, así para siempre, el ave quedó.
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